EN LOS ÚLTIMOS TRES LUSTROS, la demanda de autonomía haocupado un lugar central en el proyecto político planteado por lospueblos indios de Latinoamérica. La autonomía traza el sendero plu-ralista que estos pueblos proponen para construir sociedades naciona-les que sean a un tiempo democráticas y justas. Los grandes impulsosprovienen principalmente de dos acontecimientos históricos separa-dos por un decenio: del proceso autonómico de la Costa Atlánticanicaragüense, que arranca en 1984, y del levantamiento zapatista deenero de 1994, encabezado por el Ejército Zapatista de LiberaciónNacional (EZLN). En medio, no hay que olvidar el levantamiento indí-gena en Ecuador de 1990 y sus secuelas. En todos los casos, la autono-mía se propone como el ejercicio concreto del derecho a la libre deter-minación. Al mismo tiempo, en el plano político-ideológico, se levantaun obstáculo formidable para la realización de este derecho. Nos refe-rimos al afianzamiento en la región del pensamiento liberal no plura-
* Antropólogo y profesor-investigador del Centro de Investigaciones y Estudios
Superiores en Antropología Social (CIESAS), México. Director de Memoria, revista depolítica y cultura. lista, y su consecuencia inevitable: la negación de la autodetermina-ción como un atributo de esos pueblos.
Ahora bien, habría que preguntarse si el programa autonomista
sólo se enfrenta a un adversario: el liberalismo doctrinario de viejocuño. Pensar así sería un error. En la actualidad, operan como rivalesde la autonomía lo mismo el liberalismo no pluralista que las tenden-cias que se agrupan en el relativismo absoluto, aunque en las filas deeste se pronuncien loas a la autonomía. Debemos percatarnos de queel liberalismo duro, que retorna agresivamente a las viejas tesis de ladoctrina, sin concesiones ni correcciones, forma una sólida unidad consu contrario: el relativismo cultural absoluto, responsable del resurgi-miento, a su vez, de esencialismos etnicistas. Liberalismo duro y rela-tivismo absoluto funcionan como las dos caras de la misma medalla. No es difícil caer en la cuenta de que, en efecto, ambos enfoques serefuerzan, y cada uno de ellos da pie a las argumentaciones del otro. La afirmación mutua, al mismo tiempo, hace política y socialmentecreíbles las respectivas aprensiones, temores y prejuicios.
Ciertamente, por ejemplo, carecerían de sentido las adverten-
cias de los liberales latinoamericanos contra los peligros de la nuevaapelación a la comunidad cultural, si no existiesen indicios de plante-amientos comunalistas reacios, e incluso adversos, a considerar cual-quier posibilidad de relación o diálogo intercultural y, en particular, atomar en serio la cuestión de las garantías de las personas y los dere-chos humanos1. Puede documentarse la influencia inversa: el crispa-miento liberal es un inductor de inclinaciones que prefiguran las pro-pensiones hacia el fundamentalismo étnico. Las ventajas que paracada una de las posiciones implica el refuerzo recíproco ayudan aexplicar que muchos liberales estén interesados en presentar a suadversario autonomista como un esencialismo etnicista; y que ciertoautonomismo amarrado a los principios del relativismo absoluto sólovea liberalismo homogeneizador en cualquier referencia a los dere-chos fundamentales que la humanidad debe ir construyendo medianteel diálogo y el acuerdo. Cabe aclarar que de la parte indígena, al menosde su sector más representativo, el planteamiento de la cuestión entales términos estrechos es insostenible y arranca de una interpreta-ción sesgada de sus argumentaciones.
1 Desde luego, como se verá, no entiendo aquí los derechos humanos según la interesa-da y parcial visión de los liberales, que los fundan en principios universales de los quesupuestamente esta doctrina tiene la clave.
Lo que importa subrayar ahora es que todo ello dificulta la refle-
xión racional en torno a la autonomía e induce posiciones inflexiblesque se refuerzan mutuamente a partir de evaluaciones equivocadas. Del lado liberal, particularmente en países latinoamericanos, se con-solidan las tendencias que rechazan la pluralidad como fundamentodel régimen democrático por construir, y se regresa con más fuerza alos planteamientos integracionistas (a partir del combate al etnicismo,erróneamente identificado con la propuesta de autonomía regional)2. El principal error radica en identificar la propuesta de autonomía conuna versión relativista que parte del “argumento moral” de la “superio-ridad ética de la civilización india”, formulada en los años ochenta porautores como Guillermo Bonfil Batalla3. Del lado autonomista, sefavorecen las inclinaciones a atrincherarse en los valores tradicionalesadversos al diálogo intercultural, al tiempo que se erosiona la sustan-cia nacional de la propuesta de autonomía y, por consiguiente, se lareduce a una salida sólo para los indios o los grupos étnicos, quesupuestamente puede lograrse sin transformaciones sustanciales delEstado-nación. Así, la propuesta de autonomía como puente, diálogo ybúsqueda de acuerdo democrático queda debilitada.
EL CONFLICTO ENTRE “UNIVERSALIDAD” Y “PARTICULARIDAD”
El reconocimiento de derechos socioculturales mediante un régimenautonómico, para organizar la sociedad sobre una plataforma multi-cultural, suscita incertidumbres respecto a su compatibilidad con losderechos y las garantías individuales, constitucionalmente consagra-dos en la mayoría de las naciones contemporáneas, y que en estas tam-bién son parte de una tradición cultural con cierto arraigo en unimportante sector de la población. No existiría la contrariedad queaquí nos interesa si los grupos étnicos planteasen el ejercicio de susderechos como cristalización política propia, al margen del Estado-nación en que se encuentran incluidos. El separatismo plantea otrogénero de problemas que son irrelevantes para la cuestión que nosocupa. El posible conflicto que brota de la diversidad se configura en
2 Los enfoques integracionista y etnicista se examinan con detalle en Díaz Polanco(2004: cap. 4 y 5).
3 Dejando de lado su inflexible posición deontológica, Garzón Valdés hace una instruc-tiva revisión crítica de las alternativas que se han propuesto para dar solución a la pro-blemática indígena. Una de sus conclusiones es que “conviene abandonar” la alternativade la superioridad ética india que sugiere Bonfil (Garzón Valdés, 1993: 227).
tanto la autonomía es planteada no fuera, sino en el marco de la naciónque, a su vez, es pluricultural en un sentido amplio.
Ello obliga a encarar lo que se presenta como una contradicción
cultural: la que se da entre la particularidad étnica y la universalidad. Esto es, la problemática compatibilidad de los derechos étnicos, colo-cados por la ideología liberal en el ámbito de la particularidad, por unaparte, y los derechos individuales o ciudadanos, planteados en el terre-no de la universalidad, por la otra. Esta asignación interesada de louniversal y lo particular no puede ser aceptada sin más ni más, y debeser evaluada severamente. Aunque aquí no disponemos de espaciopara ahondar en el tema, conviene señalar que la asignación de uni-versalidad a los valores liberales, por parte de los teóricos de estacorriente, es uno de los puntos que hay que someter a crítica. En reali-dad, el universalismo liberal opera como un particularismo cuya pecu-liaridad radica precisamente en su pretensión de ser universal.
En la comunidad liberal, en los últimos tiempos, se desarrollaronenfoques que reforzaron los planteamientos conservadores, en suactual formulación neoliberal. Son concepciones morales construidascomo teorías de la justicia. Buscan dar una respuesta a la siguiente pre-gunta: ¿qué principios deben aceptarse como los que sirven de base auna sociedad considerada justa? Lo fuerte de estos enfoques es quebuscan definir los principios, simultáneamente, como universales ycomo acorazados por el prestigio de lo ético. Cualquier propuesta dis-tinta, entonces, aparece como contraria a la universalidad de la razón(como algo anacrónico, irracional, contrario a las tendencias irrefre-nables de la historia, etc.) y, también, como ofensiva para la morali-dad. Esto les da una fibra ideológica y política nada despreciable. Serequiere que los sectores pluralistas emprendan la crítica sistemática yrigurosa de los nuevos enfoques liberales y que, a un tiempo, incorpo-ren a su cuerpo teórico-político una teoría de la justicia propia4. Carecemos de esta teoría y, además, nos falta una fundamentacióncomprehensiva de lo colectivo y de los derechos conexos que no seadependiente, como ocurre hasta ahora, de los fundamentos liberalesde la individualidad y los derechos individuales.
4 En este sentido, me parece un acierto que el EZLN haya introducido la justicia en sufamoso lema, junto a la democracia y la libertad. Nótese el contraste con el nuevo lemaimperial de George W. Bush: democracia, libertad y libre empresa.
No se debe subestimar el papel que el trabajo teórico ha cumpli-
do en el pasado y, notablemente, en la historia concreta de los últimostiempos. Más tarde o más temprano, un grupo político se verá frente alo que llamaré situaciones cruciales, en las que la acción política en unou otro sentido puede resultar decisiva, y es entonces cuando se advier-ten las ventajas de un cuerpo teórico-político suficientemente sólido.
Aquí los que son partidarios de otro mundo posible pueden sacar
valiosas enseñanzas de la experiencia reciente de la derecha. Recordemos, por ejemplo, que el pensamiento liberal atravesó por unafuerte crisis que se prolongó en la segunda mitad del siglo XX; a ellocorrespondió una marcada declinación de las fuerzas y partidos políti-cos conservadores, espacio que fue ocupado, particularmente enEuropa, por la socialdemocracia. Pero, en lugar de desalentarse yrenunciar a sus principios básicos, la intelectualidad conservadora seaplicó a una frenética actividad de revisión de sus enfoques, que con-cluyó en un conjunto notable de ajustes y correcciones a su doctrina ofundamento común: el liberalismo. Sin complejos por ser minoría opor la sensación de marginalidad, los intelectuales conservadores tra-bajaron sin descanso.
Hayek, quien trabajó en uno de los ataques más eficaces contra
el proyecto socialista a principios de los años cuarenta del siglo XX,admite que, antes que por razones vinculadas a la ciencia o al conoci-miento académico, fue motivado por la alarmante penetración de lasideas socialistas y, en contrapartida, el agudo declive del liberalismo; yque su objetivo explícito era contribuir a ponerle un freno a ambosfenómenos. Para ello, los principios liberales sobre libre competencia,etc., debían ser reposicionados. Las ideas que él contribuyó a conver-tir en pensamiento político exitoso en el lapso de unas décadas, y quele valieron el premio Nobel en 1974, las consideraba al momento deconcluir su libro (Hayek, 1943: 8-9) “pasadas de moda”, ya que forma-ban parte, según su criterio, de “un punto de vista que durantemuchos años ha estado decididamente en desgracia”. Esta situaciónlastimosa para la tradición liberal, con la que se identificaba, no ami-lanó a Hayek ni le hizo abandonar sus convicciones, como ha ocurridocon tantos intelectuales de izquierda en los últimos tiempos. Vale lapena llamar la atención sobre este hecho: la principal idea contra laque entonces luchaba Hayek era la supuesta inevitabilidad del socialis-mo, que se había convertido en parte del sentido común de ampliossectores de la población, casi en una convicción fatalista. Lo intere-sante es que, como veremos, se trata de algo simétrico (aunque inver-
tido) a lo que enfrentan hoy los llamados altermundialistas (y en gene-ral los inconformes con el actual modelo dominante): la insistencianeoliberal en la supuesta inevitabilidad del capitalismo, que tambiénha penetrado como un arquetipo en el ánimo de sectores importantesen todo el mundo (Hayek, 1943: 33 y 289).
Al tiempo que buscaban renovar el liberalismo, desde luego, los
intelectuales atacaban sin piedad los pilares del socialismo. En losaños setenta, ese esfuerzo ya había dado sus frutos: el liberalismoreformulado entró triunfante a dar respuestas a los problemas delmomento. De tal suerte que, cuando las condiciones sociopolíticascomenzaron a resultar favorables en la década del ochenta (debido,entre otras razones, a la crisis que afectó a las tendencias rivales:socialistas, socialdemócratas, etc.) para un regreso de los modelosliberales centrados en la competencia, el libre mercado y el Estado nointervencionista o mínimo, las fuerzas conservadoras (inicialmente lla-madas nueva derecha) entraron a la escena y prácticamente se apode-raron de ella. La crisis liberal había terminado. Ahí se vio el valor de lateoría sociopolítica.
Las concepciones liberales renovadas no sólo orientaron las
prácticas llamadas neoliberales desde entonces, sino que dieron a esasactuaciones la fuerza argumentativa y el prestigio para asegurarse elapoyo, o al menos el asentimiento, de vastos sectores de la población(en primer término, de intelectuales otrora de izquierda, encandiladoscon las nuevas ideas). Como consecuencia del trabajo exitoso de laintelligentsia liberal, el liberalismo, en sus diversas expresiones, se haconvertido en un fuerte polo de atracción. El atractivo de esta doctrinase refuerza, a su vez, con el logro de su mayor éxito: la penetración queha alcanzado la idea de que el capitalismo es ineludible y no puede sersuperado, lo que ha contribuido al desplazamiento de un sector de laizquierda hacia los tópicos liberales. Como lo ha resumido Callinicos,el colapso estalinista “y el fracaso socialdemócrata han conducido a lacreencia casi universal de que el capitalismo no puede ser trascendido. En Occidente, al menos, las distintas posiciones políticas en compe-tencia tienden todas a referirse a alguna versión de la ideología liberal;cuando no al neoliberalismo de las décadas de 1980 y 1990, a susvariantes comunitaristas o igualitarias, representadas respectivamen-te por el republicanismo civil o por las teorías de la justicia deDworkin y Rawls. En esa medida el aserto de Fukuyama de que elcapitalismo liberal ha visto desaparecer a todos sus rivales ideológicossistémicos se ha hecho cierto: parafraseando a Sartre, el liberalismo
constituye el horizonte del debate intelectual y político hoy en día”(Callinicos, 2000: 136). Así, pues, romper este círculo, desde la teoría yla práctica, es una tarea de primera magnitud. El pluralismo tieneescaso futuro en la órbita liberal en que se mueve hoy el mundo.
Conviene subrayar que el vigor político-ideológico que mostró el
neoliberalismo se fundó en buena parte en las teorías y los principioslaboriosamente formulados por un ejército de intelectuales, entre loscuales hay que agregar a Robert Nozick y John Rawls. El nuevo pensa-miento liberal anunciaba la buena nueva de que, por ejemplo, unasociedad podía contener fuertes desigualdades y, sin embargo, ser“justa” (el célebre principio de diferencia de Rawls)5; o que el liberalis-mo, después de todo, podía sostener moralmente la preeminencia dela libertad individual, por encima de cualquier pretensión igualitariaplanteada desde intereses colectivos, sociales, culturales o políticos. No es esta la ocasión para abordar el enfoque de la justicia que ha ser-vido de base moral y política al neoliberalismo durante las últimasdécadas. Tan sólo insistiré en que si queremos cimentar la fuerzasocial y política que merecen los planteamientos pluralistas, se requie-re combatir la hegemónica perspectiva liberal y plantear una alternati-va clara y convincente. Aunado a esto, es obligado realizar un vastoesfuerzo a fin de lograr que los principios y propuestas para organizarla sociedad que surjan de las izquierdas pluralistas sean asumidos porla gente, particularmente por los inmensos grupos identitarios quesufren los estragos del capitalismo.
¿ES LA IDENTIDAD UNA REIVINDICACIÓN PROGRESISTA?
El programa pluralista debe garantizar el máximo de libertades y laplena participación de todos los ciudadanos (insistiendo también enlas formas de democracia participativa y directa), así como de lascolectividades integrantes, en tanto tales. Debemos ser, por consi-guiente, campeones en la defensa de los derechos individuales y colec-tivos. Pero hay que trabajar en una elaboración propia de los derechosindividuales que supere la visión liberal de los mismos, planteadosapriorísticamente por esta como universales, cuando a menudo se
5 El principio de Rawls sostiene que “la distribución del ingreso y de las riquezas nonecesita ser igual”; no hay nada de injusto en la distribución desigual misma, mientrasella sea benéfica para todos y particularmente para los más desaventajados. “La injusti-cia consistirá entonces, simplemente, en las desigualdades que no benefician a todos”. La desigualdad social obtiene así una insólita justificación moral (Rawls, 1979: 68-69).
trata sólo de la voluntad de generalizar sus principios particulares. Elliberalismo, es sabido, se comporta como el demiurgo que controla lavarita mágica de la universalización: es universal el principio, el dere-cho o la institución que esta doctrina define como tal, mientras niegaesa facultad a cualquier otra visión del mundo, pues sólo el sistemaliberal es depositario de las luces de la razón humana (fuente de louniversal por antonomasia). Frente a esto, hay que colocar el contextoy lo cultural en la definición de los mismos. Similares desafíos selevantan respecto a los llamados derechos colectivos. Hay aquí desa-cuerdos, en el seno mismo de las filas progresistas, no liberales, quedeben ser analizados.
Conforme la afirmación de las culturas y la militancia por rei-
vindicaciones de grupos se han intensificado en los últimos tiempos,la cuestión de las identidades deviene un tema polémico en el seno delos movimientos sociales en casi todo el mundo. Aunque la problemá-tica no es nueva, lo notable es que ahora constituye una de las princi-pales líneas de quiebre entre tendencias, al igual, por cierto, que ocu-rre a últimas fechas en las filas del liberalismo (Díaz Polanco, 2001:12-19). Mientras ciertas corrientes (denominadas nueva izquierda,neomarxismo o posmarxismo) encarecen el valor de las identidades yla importancia de que las luchas se desplieguen en este plano de la rea-lidad, otras ponen en duda que se trate de un tipo de reivindicacionesque deba ser asumido por la izquierda, entre otras razones de pesoporque no creen que las luchas por las diferencias y su reconocimien-to supongan una recusación del capitalismo mismo. Dadas las limita-ciones de espacio, expondré aquí los que me parecen algunos aspectoscentrales de este debate.
Al menos en los años recientes, una de las voces que más ha
influido en las posiciones que recelan de la llamada política de la iden-tidad es la de Eric Hobsbawm. El prestigioso historiador marxista pro-nunció una conferencia en mayo de 1996, en la que se encuentran afir-maciones tajantes que de inmediato tuvieron repercusión en círculosde la izquierda y, para sorpresa de algunos, también de la derecha. Hobsbawm sostiene que la política de la identidad no puede ser asu-mida por la izquierda porque el proyecto político de esta “es universa-lista: se dirige a todos los seres humanos”, esto es, rebasa los objetivosespecíficos de cada grupo. En cambio, la política de la identidad (yasea que se refiera a las causas nacionales, regionales, étnicas o degénero) está orientada a los intereses particulares de algún grupo. Losprincipios universales asumidos por la izquierda –como libertad,
igualdad y fraternidad– no se proclaman para sectores determinados,advierte Hobsbawm, sino “para todo el mundo”, “para todos los sereshumanos”. Su conclusión no deja lugar a dudas: “Por esa razón, laizquierda no puede basarse en la política de la identidad. Los temasque la ocupan son más amplios” (Hobsbawm, 2000: 120).
Antes de examinar más de cerca la posición de Hobsbawm, per-
mítanme un breve paréntesis para observar que, en países comoMéxico, el texto de este fue aclamado con entusiasmo por un sector dela intelectualidad liberal. Precisamente por aquel que ve en la defensade la etnicidad, y particularmente en las demandas autonómicas de lospueblos indígenas, una de las mayores amenazas para el proyecto libe-ral. De inmediato, el texto fue editado en español y elogiado por con-notados liberales (Hobsbawm, 1996). Voceros liberales no sólo saluda-ron los referidos planteamientos de Hobsbawm como un paso positi-vo, sino que, basándose en ellos, se permitieron sermonear a laizquierda local por su proclividad a favorecer demandas particularis-tas, en lugar de sostenerse en la tradición universalista de la izquierdaque aquel había ponderado. Contemplamos entonces un hecho pocofrecuente: los liberales dando lecciones o aconsejando a la izquierdasobre la línea teórico-política que a esta le conviene6. Por un extrañogiro, lo políticamente correcto para el liberalismo sería también lopolíticamente correcto para la izquierda.
Desde luego, no se puede culpar a Hobsbawm por los usos que la
derecha de América Latina, o de cualquier parte, haga de sus escritos. No obstante, es evidente que si las ideas del historiador deben interpre-tarse como un radical rechazo de las identidades en tanto tema legíti-mo de la izquierda, a cambio de secundar un universalismo inmune acualquier consideración de las particularidades, las posiciones liberalesse verían favorecidas, dado el histórico universalismo que ha caracteri-zado a esta última doctrina desde sus orígenes (Díaz Polanco, 2000). Desde el otro ángulo, como esperamos dejar claro, rechazar el univer-
6 Por ejemplo, José Antonio Aguilar Rivera, liberal abiertamente contrario a la causaautonomista y a la zapatista en particular, apoyándose en el texto de Hobsbawm, sostie-ne: “La reivindicación de lo singular, de las tradiciones, de la lengua, de la cultura nati-va, es ajena al legado ideológico de la izquierda”. Más adelante, después de citar unpasaje de Hobsbawm, advierte que “la izquierda está comprometida con la idea de laigualdad esencial de todos los seres humanos” y que, por tanto, propuestas como lasautonomías para los pueblos indios “no deberían ser las de la izquierda”. Y remata, casipaternalmente, que la izquierda debe retomar el camino, pues ha claudicado de su ori-ginal universalismo y “ha abrazado equivocadamente la causa de los particularismosétnicos” (Aguilar Rivera, 1998: 55-57).
salismo liberal y sus variantes (especialmente el racionalismo construc-tivista y sus versiones igualitarias) no debe implicar que, como únicaopción, la izquierda esté condenada a abrazar una política de la identi-dad fundada en el particularismo relativista, ciega a la existencia de lasclases y a los intereses comunes que tradicionalmente se vinculan connociones como libertad, igualdad y justicia.
Si lo que se propone Hobsbawm es refrendar el universalismo
insensible a la diversidad, me parece que la izquierda debe rechazaresa propuesta sin vacilación. Tal camino no fortalecería a la izquierdasino que favorecería el programa de la derecha, en especial el del libe-ralismo no pluralista, individualista y excluyente. Pero hay motivospara sospechar que el universalismo que los liberales ven en el textodel intelectual marxista es una interpretación sesgada y oportunistaque busca llevar agua al molino de la derecha. Es cierto que hay en eltexto citado afirmaciones rotundas en contra de la política de la iden-tidad, pero se trata de un rechazo de ciertas formulaciones y prácticas:aquellas que responden al fundamentalismo etnicista (tan presente enLatinoamérica al menos desde los años setenta del siglo XX) y a lospeculiares desarrollos del actual multiculturalismo, predominante enla sociedad anglosajona y con creciente influencia en nuestra región.
Hobsbawm admite que la izquierda siempre ha incluido en sus
luchas a grupos de identidad, sin renunciar a lo que le es propio: el “inte-rés común” por la igualdad, la justicia social y causas por el estilo(Hobsbawm, 2000: 121). Así las cosas, cuando el autor rechaza la políti-ca de la identidad, uno puede entender justificadamente que se estáoponiendo a un tipo de política de la identidad, a una corriente, cadavez más ardorosa y envolvente, que termina por poner de lado tales“intereses comunes” –vitales para la izquierda– y ceñirse de modo exclu-sivo a las particularidades y los fines específicos de determinados gru-pos. Pero, ¿rechazar esa política supone que la izquierda no deba soste-ner firmemente su propia política acerca de las identidades? No definirsu propia política al respecto significa para la izquierda, en primer tér-mino, atarse de manos y dejar un vasto campo libre a la derecha. Ensegundo término, no interesarse por las identidades equivaldría a man-tener un grave déficit teórico-político de la izquierda que, hasta ahora,no ha aquilatado lo suficiente el alto valor social y moral de la diversi-dad para la construcción de una sociedad cabalmente justa.
El propio Hobsbawm apunta en la dirección apropiada cuando
caracteriza las identidades. Estas, dice, se definen negativamente, porcontraste con “otros”; pero en algún grado son optativas, en tanto son
múltiples y en verdad nadie tiene una única identidad. La gente com-bina y acomoda estas diversas pertenencias (y también las jerarquiza,agreguemos), por lo que dichas identidades no son estáticas o fijas. Todo lo cual no es ajeno al hecho de que el fenómeno identitario“depende del contexto” y, por lo tanto, es tan dinámico y cambiantecomo la trama social en la que cobra vida y significado (Hobsbawm,2000: 116-118). Esta perspectiva de las identidades múltiples es cierta-mente uno de los cuadros básicos en el que debemos desarrollar unapolítica propia acerca de la diversidad. Y, razonando a contrario, deella se desprende que de seguro debemos rechazar cualquier políticafundada en las identidades como si fuesen esencias, entes estáticos oinvariables, únicos e irreductibles entre sí, que no admiten la combi-nación de pertenencias y, en fin, imponen la política de la identidadexclusiva. Todo ello promueve el aislamiento, la intolerancia y, final-mente, en lugar de fomentar el pluralismo termina estimulando el pai-saje de la homogeneidad múltiple constituida por conglomeradosseparados y en permanente tirantez. No menos importante es que unapolítica de la identidad de esta naturaleza hace caso omiso del contex-to y, por consiguiente, ignora los cimientos socioeconómicos y el régi-men de dominación política que son los nervios articuladores de lasdesigualdades nacionales, étnicas o de género; por ello, además, ali-menta la ilusión de que pueden encontrarse soluciones al margen decambios de fondo en las estructuras socioeconómicas, las relacionesde clases, y de transformaciones de las prácticas culturales y políticasenraizadas en aquellas estructuras.
De suerte que rechazar toda política de la identidad no puede
adoptarse como la guía más aconsejable en el umbral del tercer mile-nio, sin que ello implique un tremendo costo. Lo que se requiere esdefinir una política progresista de la identidad que garantice la articu-lación de los cambios estructurales para alcanzar la igualdad y la jus-ticia, por un lado, con los cambios socioculturales para establecer elreconocimiento de las diferencias y desterrar las desigualdades queminoran y faltan el respeto a los grupos identitarios, por otro lado. Después de una larga etapa en que la izquierda privilegió la redistribu-ción, esto es, la lucha por la igualdad social y contra la explotación quecontrae la existencia de las clases, estamos asistiendo a una fase enque distintos movimientos dan prioridad a la lucha política contra ladominación cultural y a favor del reconocimiento de las diferenciasfundadas en la nacionalidad, la etnicidad, el género y la sexualidad. Lareacción casi automática de un sector importante de la izquierda ha
sido rechazar el reconocimiento y afirmarse en sus tradicionales for-mulaciones sobre la redistribución; otras posiciones de la izquierdasimplemente han aceptado sin reservas ni crítica la política de recono-cimiento en boga, según los cartabones del etnicismo esencialista odel multiculturalismo liberal, para los que el problema de la discrimi-nación y la exclusión cultural desplaza el problema de la explotación yla desigualdad socioeconómica o lo coloca en un segundo plano. Ambos caminos conducen a callejones sin salida. Trascenderlosrequiere una crítica tanto de las formulaciones que favorecen sólo laredistribución como de aquellas que se limitan al reconocimiento, almenos como se han planteado hasta ahora.
Un paréntesis. En las últimas décadas se produjo un cambio impor-tante: tiene que ver con el desarrollo de una ideología universalista –deneto corte liberal– que ha ido penetrando en el pensamiento deizquierda y progresista en los últimos tiempos. Los cuadros más desta-cados del pensamiento liberal y sus aparatos de formación de opiniónpública han dedicado un esfuerzo formidable en décadas recientes amodelar esta visión, especialmente en lo que hace a los derechoshumanos. En este terreno se ha concentrado parte importante de labatalla ideológica. Los derechos humanos, de ser prerrogativas histó-ricas, construidas por las sociedades, que responden a necesidadesconcretas de justicia de las agrupaciones humanas, pasan a ser esque-mas previos, supuestamente fundados en principios ahistóricos, cate-góricos, absolutos. Supuestamente de ahí les viene la universalidad,puesto que están determinados de antemano, tanto por lo que hace asu contenido como a la forma específica de su ejercicio. En suma, laperspectiva liberal resulta así la depositaria del saber sobre la libertad,la justicia y otros valores, traducidos al lenguaje de los derechos.
El liberalismo predominante (especialmente en sus formulacio-
nes deontológicas más recientes) obtiene un triunfo notable cuandologra colocar al menos parte del pensamiento pluralista o de izquierdaen la lógica de un falso universalismo que favorece en todo al statu quocapitalista. Entiéndase: no es, ni mucho menos, que los proyectosdemocráticos o pluralistas deban reñir con los derechos de las perso-nas y los grupos (colectividades con identidades propias, por ejemplo),sino que tales derechos deben concebirse como históricos, situados,emanando de concepciones del bien que son obra de los hombres y
sobre las que van construyendo acuerdos. En este sentido, los dere-chos son universalizables: se forman mediante el diálogo, la discusióny el acuerdo entre las comunidades humanas. Esa es su verdaderafuente, y no ningún principio o imperativo del que los pensadores deuna o más sociedades tienen la clave. Así, por cierto, surgieron losderechos contenidos en la Declaración Universal de los DerechosHumanos, no sin fuertes debates que aún están vivos: son universalesen cuanto la generalidad de las sociedades los han adoptado, manifes-tando su acuerdo.
Esto está lejos de esquemas previos que definen hasta en sus
menores detalles cuáles son esos derechos de una vez y para siempre y,particularmente, cómo deben ejercerse en la práctica (qué institucio-nes, qué mecanismos, qué procedimientos, etc.). Que los derechoshumanos tienen un claro soporte histórico se deduce del sencillohecho de que estos se han ido construyendo y han ampliado su rango,proceso que está lejos de haber concluido. Nuevas “generaciones” dederechos han surgido en los últimos años, y órdenes nuevos están ape-nas en proceso de consolidación, como es el caso de los llamados dere-chos colectivos, parte de los cuales se está fraguando en el diálogo querealiza el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre los derechos delos pueblos indígenas del mundo.
El procedimiento liberal sigue otro camino: definir principios
universales de justicia, por ejemplo, que excluyen cualquier concepciónparticular del bien, para poner el énfasis en una visión de lo justo quetambién se pretende universal. Examinada con detalle, esta visión de lojusto esconde una concepción particular del bien, que es en verdad elsustento de la primera. Por ello, no es sorprendente que los principiosuniversales que sustentan la justicia, los derechos humanos, se corres-pondan perfectamente con el modo de vida de las sociedades llamadasliberal-democráticas de Occidente (y particularmente de su parteNoratlántica). Los teóricos liberales advierten tan afortunada coinci-dencia y razonan que ello se debe a que, en rigor, la forma particular dever el mundo de esa parte de Occidente es la consumación de los prin-cipios universales que ellos no han formulado, sino que sólo han descu-bierto en los entresijos del alma humana. Ahora podemos estar tran-quilos, pues los principios de la democracia liberal (anglosajona, paramás señas) tienen la consistencia de la razón universal y es por ello quedeben ser adoptados por todas las sociedades sin distinción.
Esta manera de razonar, que causa tanta fascinación en ciertos
círculos intelectuales (se perciban o no sus sutilezas), tiene el doble
problema de que oculta el particularismo que está detrás del universa-lismo y aplasta la diversidad. El primer problema lo advierten los crí-ticos recientes de este enfoque liberal, tanto internos como externos. Coinciden en un punto: lo peculiar del liberalismo no es que sus presu-puestos y los modelos sociopolíticos que de ellos derivan sean univer-sales (en el sentido de estar fundados en la razón humana, como decla-ran los liberales), sino que es la doctrina que ha llevado más lejos lapretensión de convertir todas sus concepciones particulares del bienen normas generales. El liberalismo en boga, recuerda Taylor, “parecesuponer que hay unos principios universales que son ciegos a la dife-rencia”. Lo preocupante, agrega, es “que la misma idea de semejanteliberalismo sea una especie de contradicción pragmática, un particu-larismo que se disfraza de universalidad” (Taylor, 1993: 68). No hay, enverdad, mejor coartada política que hacer pasar mi propia e interesa-da visión del mundo como la única que puede sustentar la forma deorganización sociopolítica que es racional y moralmente legítima. Según este enfoque, la libertad, la democracia, por ejemplo, sólo sepueden ejercer de acuerdo con ciertos moldes, con lo que los corres-pondientes derechos pasan a ser, realmente, muy particulares: respon-den más a los patrones de una tradición cultural y política específicaque a supuestos imperativos universales. Su universalidad, más bien,proviene de la voluntad poderosa de un tipo de sociedad que decideque su visión del mundo debe ser reconocida universalmente como lavida buena: la única forma legítima, democrática, etc., de ordenar lasociedad y sus instituciones.
Todo el que se aparta de tal universalidad y explora otros cami-
nos, en aras de buscar formas más justas de organizar los gruposhumanos (a fin de acrecentar las libertades reales de todos, la solidari-dad, el bienestar de la colectividad), es un violador de los derechoshumanos. Y es así como se puede llegar a la aberración de que socie-dades en donde los derechos de las personas y los grupos alcanzanbuenos niveles puedan ser acusadas de infringirlos, mientras otras sonpasadas por alto. Esto lleva también, y ya tenemos inquietantes ejem-plos concretos de ello, a justificar la aplicación de la fuerza contraciertos países (intervenciones humanitarias, claro) para reponer lanormalidad dictada desde los centros de poder mundial. El derecho ala intervención humanitaria comienza a configurarse como un nuevoderecho universal a la medida de los intereses de los mandarines de laglobalización. Para lograr todo ello, adicionalmente el pensamientoliberal ha realizado una doble operación de cirugía mayor, consistente
en reducir prácticamente los derechos a unos cuantos, y estos a sumanera.
La primera operación consiste en distinguir arbitrariamente
entre derechos civiles y políticos, por una parte, y derechos económicos,sociales y culturales, por otra. Al tiempo que el tema de los derechoshumanos adquiere una relevancia cada vez mayor en el mundo, eldebate crítico en torno a lo que estos realmente significan y, sobretodo, a las prerrogativas individuales y colectivas que abarcan deberíaintensificarse. Lo que creo observar en algunos intelectuales, en cam-bio, es una mansa aceptación de los tópicos que pregona el liberalis-mo. Aquella separación entre órdenes de derechos es un ejemplo perti-nente. No existe ni el más mínimo fundamento para ello. Pero la diso-ciación tiene el efecto de apuntalar el sesgo individualista de los dere-chos y, como veremos, de deshacer el eje social que cruza transversal-mente los mismos. Al final, los únicos verdaderos derechos terminansiendo los civiles y políticos, mientras los demás son sólo deseos pocorealistas, moralmente no exigibles, aspiraciones que se dejan para lascalendas griegas. Es un asunto crucial, pues resulta evidente quedesde los países ricos, conforme aumenta su poder económico y polí-tico merced a la llamada globalización, se impone una visión sesgada,desequilibrada y egoísta de los derechos humanos, minimizando odejando de lado sus contenidos económicos, sociales y culturales. Enel fondo de esto, está la vieja distinción que hace la doctrina liberalentre la libertad (sobre todo la llamada libertad negativa) y la igualdad,ahora convertida por los estados centrales –incluso en el seno de lasNaciones Unidas y contra el espíritu de su Declaración– en imperativoideológico a escala mundial y en la única y universal verdad moral.
La verdad es que los derechos humanos son integrales (civiles y
políticos/sociales, económicos y culturales/individuales y colectivos) ono son más que un arma de combate político. Si no se insiste en cadacaso y a cada paso en la integralidad, se favorece un falso universalis-mo interesado (en realidad, nada universal sino muy particular y pro-pio de una manera de ver el mundo, de organizar la dominación de lasociedad). La organización Amnistía Internacional ha reparado recien-temente en este hecho. Paul Hoffman, presidente de esta organización,lo reconoció en su discurso ante el III Foro Social Mundial de PortoAlegre: “El derecho internacional de derechos humanos es mucho másque los derechos civiles y políticos. Va mucho más allá del limitadoconcepto que se circunscribe a la protección del ciudadano de las inje-rencias del Estado en sus libertades fundamentales. La perspectiva de
los derechos humanos hace igual énfasis en la idea de la dignidadhumana y en lo que se requiere que hagan los Estados (en términospositivos) para garantizar que la vida se vive con dignidad”. Y agregó:“Durante demasiado tiempo se ha prestado demasiada poca atención alos derechos económicos y sociales y, en este respecto, AmnistíaInternacional comparte algo de la culpa. Hasta hace bien poco nuestraorganización no se había comprometido a trabajar por toda la variedadexistente de derechos humanos” (Hoffman, 2002: 23-24).
Veamos la segunda operación: una vez que han sido separados,
los derechos son jerarquizados por el liberalismo. Ilustres liberales,desde J. Locke a I. Kant, desde I. Berlin a J. Rawls, han insistido enque la libertad tiene prioridad (más o menos absoluta) sobre la igual-dad, y que ninguna restricción de la primera es admisible para alcan-zar mejorías prácticas en materia de justicia y fraternidad humanas. La jerarquía liberal establece que existen derechos sustantivos (queson inalienables), y adjetivos (que pueden pasarse por alto, al menoshasta que se realicen plenamente los primeros). En ese marco, previsi-blemente los derechos civiles y políticos se afirman como los funda-mentales, mientras los económicos, sociales y culturales ocupan unaposición secundaria, aunque el ejercicio pleno de estos sea una eviden-te condición para construir sociedades justas e igualitarias. En loshechos, esta arbitraria jerarquía, asumida acríticamente por ciertoscírculos intelectuales, ha operado como el más formidable obstáculopara que la mayoría de la humanidad disfrute del elemental derecho auna vida plena. En Teoría de la justicia, considerada una de las últimasobras maestras del liberalismo, Rawls buscó conciliar la libertad conla igualdad, incorporando en la doctrina el célebre “principio de dife-rencia” (regulador de las desigualdades). Pero no tardó en recaer en laprioridad del “principio de libertad”, de modo que ningún principioregulador de las desigualdades socioeconómicas puede intervenirhasta que aquel haya sido plenamente satisfecho (el “orden lexicográ-fico”). En estas condiciones las cuestiones relativas a la igualdad pue-den quedar permanentemente aplazadas, dando lugar a la paradójica“justicia” de la desigualdad y la explotación, que no es más que unretrato de las actuales democracias capitalistas (Rawls, 1979: 52-53).
Los derechos humanos así jerarquizados no responden a ningún
imperativo universal; constituyen el punto de vista particular de unadoctrina, asumido por grupos de intereses también muy determina-dos. Se entiende que busquen hacer pasar esta visión como la racionaly universal. El motivo es sencillo: si todos los derechos fuesen conside-
rados en el mismo plano de importancia y como interdependientes,gobiernos que hoy se proclaman como campeones de los derechoshumanos quedarían situados como los mayores violadores, pues consus políticas han extendido la sombra de la desigualdad y la miseriasobre la mayoría de los pueblos. Es un enfoque que se opone a la cons-trucción de sociedades tan igualitarias y justas como libres y solida-rias, que es la generalizada aspiración de la humanidad. La reducciónde los derechos humanos es una de las formas ideológicas que adoptala oposición neoliberal a cualquier cambio del mundo en un sentidodemocrático y pluralista. En su marco, otro mundo jamás será posi-ble. Los grupos identitarios (particularmente los pueblos indios delmundo) ven limitados drásticamente, e incluso negados, sus derechossocioculturales, siempre relegados a un segundo plano respecto de losconsiderados por el liberalismo como fundamentales. En los hechos,esta visión se ha concretado como una defensa abstracta, formal y uni-lateral de la libertad (en realidad de ciertos derechos civiles, entendi-dos según los valores de los poderosos), en detrimento u olvido de lajusticia entendida como igualdad que constituye, sin duda, la médulade los derechos humanos proclamados por las naciones en 1948.
En resumidas cuentas, el liberalismo, que nació como una pers-
pectiva filosófica y una ideología política entre otras, amenaza conconvertirse en un pensamiento único. Pero no sólo eso. Además, seestá traduciendo en una intolerante política internacional, dogmática-mente impuesta sobre todo el orbe, que permite repartir condenas oreconocimientos a conveniencia. En esa atmósfera, la noble defensade los derechos humanos corre cada vez más el peligro de trocarse enmero instrumento de manipulación política y en el manto que cubre lahipocresía de los poderosos (particularmente del gobierno norteame-ricano y sus aliados), en perjuicio de los países más débiles.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos indica en su
primer párrafo que “todos los seres humanos nacen libres e iguales endignidad y derechos”. No es difícil llegar al acuerdo de que esta debeser una idea inspiradora, un presupuesto internacionalmente acepta-do. Pero lo que necesitamos no es que se nos repita que es un principiouniversal, sino que a la luz de este principio se extraigan las conse-cuencias y se explique por qué muchos millones de seres humanos,que según esa máxima nacieron libres e iguales en dignidad y derecho,viven en la opresión y la pobreza; y qué sería necesario hacer para queesto no siguiera ocurriendo. Si todos nacemos libres e iguales, ningúnprincipio sobre la libertad que pueda esgrimirse para imposibilitar que
los seres humanos alcancen la igualdad en dignidad y derechos puedeproponerse como una norma moralmente válida. La única norma quepuede pretender universalidad es la que procura la justicia para todos.
Estimo que el análisis de estos problemas, que apenas he esbo-
zado, debería ser materia del trabajo de los intelectuales que adoptanun talante crítico, en sus variadas modalidades. Parece haber ciertoacuerdo acerca de que la principal tarea de estos intelectuales es abor-dar la sociedad que les tocó vivir, mediante la evaluación atenta de lasevidencias, contrastando los enfoques con las pruebas que brotan dela diversidad del mundo. Pero esto no puede lograrse a partir de vapo-rosas nociones que ahorran el análisis concreto e ignoran los contex-tos. Por el contrario, el pensamiento crítico no se lleva bien con lospretendidos principios universales o inmutables. En este sentido, lareflexión sobre los temas apuntados debe remontar los tópicos queestán configurando un pensamiento políticamente correcto: por ejem-plo, la defensa abstracta de ciertos derechos civiles y políticos, mien-tras cotidianamente, y en parte merced a esos tópicos, se violan losderechos a la vida digna y plena de millones de personas. La críticadebería enfocar sus baterías hacia un orden sustentado en la impostu-ra, en el que unas libertades se oponen a la justicia y modelan un pla-neta atestado de menesterosos y desesperados: la inmensa multitud delos condenados de la tierra. Está visto que esa crítica no puede realizar-se con los instrumentos de un universalismo hueco que hace casoomiso de la variedad del mundo; que en su intolerancia y soberbia noes capaz, como añoraba Borges, de apreciar “las excelencias ajenas”porque está enceguecido por sus propios valores y verdades inaltera-bles (Díaz Polanco, 2004: 9-14); que exonera a los culpables y condenaa las víctimas que no aceptan las reglas del juego, sin ni siquiera escu-char sus razones (pues ya se impuso el canon: las razones son univer-sales o no son razones).
Por lo demás, lo que está en juego es una vieja cuestión: la supuestadisyuntiva entre redistribución (que promueve la igualdad) y recono-cimiento (que reivindica la diferencia). Poniendo la vista en México,observamos una curiosa paradoja: en la actual coyuntura, el Ejecutivofederal se presenta como un partidario de supuestas medidas redistri-butivas (envueltas en el desarrollo social), mientras se desentiende delreconocimiento de derechos (y en esto cuenta con el respaldo de los
demás poderes). Se explica este afán gubernamental de presentarsecomo interesado en el desarrollo de los pueblos indios si se toma encuenta que incumplió totalmente su promesa de reconocer los dere-chos indígenas mediante la inclusión de los Acuerdos de San Andrés,firmados con el EZLN, en la Constitución. En efecto, con la complici-dad del Ejecutivo, el Congreso General hizo reformas en abril de 2001que dejaron fuera lo sustancial de dichos Acuerdos (Díaz Polanco ySánchez, 2002: 162-167). Se trata, pues, de una especie de “compensa-ción” que ofrece desarrollo para suplir la falta de reconocimiento. Almargen de que, como es fácil de demostrar, las acciones del gobiernofoxista no son en verdad redistributivas en sentido autonómico, laperspectiva que queremos defender aquí es que aquella disyuntiva esfalsa. No necesitamos escoger. El punto es, y siempre ha sido, cómolograr reconocimiento e impulsar la igualdad simultáneamente, comopartes del mismo proceso.
Hay que recordar los planteamientos básicos ya mencionados:
las identidades que el régimen de autonomía busca sustentar y valorarson múltiples; los grupos identitarios combinan y jerarquizan diversaspertenencias. Las identidades no son estáticas porque no son ajenas adeterminados contextos. Cualquier visión esencialista es inconvenien-te, entre otras razones porque resulta contraria al pluralismo y termi-na por ignorar los cimientos socioeconómicos y el régimen de domina-ción política que están en la base de todas las desigualdades (naciona-les, étnicas o de género).
De lo que resulta que desvincular la vertiente socioeconómica de
una política de la identidad es tan incorrecto como dejar de lado elreconocimiento. La autonomía es una política de la identidad quebusca articular los cambios estructurales para perseguir la igualdad yla justicia con los cambios socioculturales para establecer el reconoci-miento de las diferencias y cancelar todo género de subordinación,exclusión o discriminación de los grupos identitarios. Durante unalarga etapa, la izquierda privilegió la redistribución, esto es, la luchapor la igualdad social y contra la explotación, prescindiendo más omenos radicalmente del reconocimiento de las identidades7. Última-mente, movimientos muy diversos dan exclusividad (o casi) a la luchacontra la dominación cultural y a la reivindicación de las diferencias
7 También ocurre actualmente que se hermanen ciertas ideologías de izquierda con doc-trinas liberales en una posición común de rechazo al reconocimiento o a la llamada“política de identidad” (Díaz Polanco, 2002: 8).
fundadas en la nacionalidad, la etnicidad, el género y la sexualidad. Sufuerza y extensión es una novedad. Lo peculiar de esta corriente enascenso es que regularmente acepta sin reservas ni crítica la políticade reconocimiento en boga. Me refiero al reconocimiento que se fundaen los cartabones del etnicismo esencialista o del multiculturalismoliberal, para los que el problema de la discriminación y la exclusióndesplaza el problema de la explotación y la desigualdad socioeconómi-ca o lo coloca en un plano muy secundario. Como indicamos antes,ambas propuestas me parecen equivocadas. Trascenderlas es el reto.
Hace varios lustros, insistimos en la necesidad de considerar
simultáneamente dos géneros de transformaciones: a) las dirigidas alas relaciones socioeconómicas y b) las que debían enfocarse a ladimensión sociocultural, ya que sólo las primeras no bastaban paraconstruir sistemas democráticos y pluralistas. Y yo subrayaba quesuprimir las desigualdades socioculturales no implicaba eliminar ladiversidad. Construir lo que entonces llamé “democracia nacional”(pues implicaba “el replanteo del conjunto de la nación en tantocomunidad humana”) suponía que las dos dimensiones señaladaseran parte del mismo proyecto (Díaz Polanco, 1987: 15-17).
El proyecto (político y analítico) de Fraser explícitamente da
por sentado que “la justicia hoy en día precisa de dos dimensiones:redistribución y reconocimiento”, y la tarea pendiente consiste endesentrañar su relación. “En parte –explica la autora– esto significaresolver la cuestión de cómo conceptualizar el reconocimiento cultu-ral y la igualdad social de forma que éstas se conjuguen, en lugar deenfrentarse entre sí [.] También significa teorizar las formas en lasque la desigualdad económica y la falta de respeto cultural se encuen-tran en estos momentos entrelazadas respaldándose mutuamente. Posteriormente, significa clarificar, además, los dilemas políticos queemergen cuando tratamos de luchar en contra de ambas injusticiassimultáneamente” (Fraser, 2000a: 127).
Un supuesto implícito en todo lo indicado es que una política
autonomista no debe suponer que los pares diferencia-reconoci-miento, de una parte, e igualdad-redistribución, de la otra, seannecesariamente incompatibles. Son las respectivas formulacionesactualmente en pugna las que los convierten efectivamente en antité-ticos, teórica y políticamente. La revisión crítica referida –de la que,por cierto, no partimos de cero– supone entender que igualdad y dife-rencia no sólo no son nociones contrapuestas sino que se refieren ados metas estratégicas de la autonomía, que requieren una necesaria
armonización en la teoría y la práctica. La diferencia no es un sinó-nimo de desigualdad ni la igualdad es un fin contrapuesto a la diver-sidad. La sociedad de las autonomías es aquella en que la igualdad yla diferencia van de la mano8.
Una de las debilidades de nuestro multiculturalismo radica en la
oscilación arbitraria entre igualdad y reconocimiento. En coyunturasdistintas se pone el énfasis en una u otro, sin que se alcance una inte-gración óptima. En el pasado, lo frecuente fue abordar la llamada pro-blemática étnica como si involucrara sólo a grupos socioeconómicos(campesinos, etc.); en los últimos tiempos tiende a predominar la ten-dencia que reduce la cuestión a entidades culturales que no marcanserias demandas de redistribución. En cada caso, la pregunta quequeda sin responder es: ¿qué redistribución implica el reconocimientode la diversidad y, en su turno, qué política cultural de la diferencia esuna condición o un prerrequisito para cualquier proyecto social quepropugne por la igualdad?
La indefinición tiene un efecto deformante en las políticas
públicas. Como hemos visto al referirnos a la política foxista, lasacciones de desarrollo social –cualquier cosa que eso signifique en rea-lidad–, por una parte, y el reconocimiento, por otra, se encuentranfuertemente enfrentados, como polos que se excluyen mutuamente. Pero la contradicción o la ambigüedad también pueden invadir a pro-yectos (progresistas) concebidos para construir una política de laidentidad que sea favorable a los pueblos. La tensión entre reconoci-miento y redistribución se advierte, por ejemplo, en los Acuerdos deSan Andrés. Un aspecto ilustrativo de ello lo constituye el reconoci-miento del derecho de los pueblos y comunidades al uso colectivo delos recursos naturales en sus territorios. Este es un tema pertinenteaquí porque se trata de un derecho que precisamente articula el reco-
8 Esto es justamente lo que significan las formulaciones de igualdad en la diferencia ounidad en la diversidad. Este elemental enfoque a menudo es difícil de entender para elpensamiento liberal. Por ejemplo, J. A. Aguilar Rivera confunde las cosas en su encendi-do alegato a favor de la igualdad liberal: reprocha a la izquierda mexicana actual quedefienda la diferencia. Según él, la izquierda siempre ha combatido la “desigualdad”(refiriéndose obviamente a la diferencia), mientras los defensores de la etnicidad laaceptan y quieren reconocerla. Al renunciar a su defensa histórica de principios univer-sales como la igualdad y unirse a los defensores de las particularidades étnicas, alegaeste autor, la izquierda traiciona su propia tradición (Aguilar Rivera, 1998: 56). Es unerror. Lo que los defensores de la etnicidad aceptan no es, por supuesto, la desigualdad,sino la diversidad. Ciertamente, la izquierda debe combatir cualquier desigualdad, perono debe rechazar la diversidad.
nocimiento de los pueblos como entes autónomos (o entidad de dere-cho público, como se indica en los Acuerdos) con la asignación de bie-nes a dichos pueblos para procurarles un piso de sustentabilidad. Esaasignación operaría como un mecanismo redistributivo que tendríacomo efecto promover la igualdad, en la medida en que beneficiaría aun sector actualmente muy desfavorecido.
En un escrito publicado después de la decisión de la Suprema
Corte mexicana sobre la legalidad de las reformas realizadas por elCongreso de la Unión en 2001, J. Fernández Souza aconseja examinarqué es lo que proponen sobre el punto de los recursos los Acuerdos deSan Andrés, la propuesta COCOPA y el texto constitucional reformado. En los Acuerdos se asume que las comunidades indígenas tengan prefe-rencia en las concesiones para la explotación y aprovechamiento de losrecursos naturales. En el texto COCOPA, aunque se marca el accesocolectivo a dichos recursos, no se señala preferencia alguna. Finalmente,en la reforma constitucional de 2001, pese a las limitaciones ya señala-das, se establece el uso y disfrute preferente de los recursos naturales.
Como se sabe, el actual marco constitucional establece que los
recursos naturales son propiedad de la nación. De estos, se reservanunos que sólo pueden ser explotados por la misma nación, mediantesus organismos públicos, como es el caso de los hidrocarburos. Encambio, otros recursos del suelo y el subsuelo, así como de las aguas,pueden ser concesionados a particulares o entidades sociales para suexplotación, sin que la nación transfiera su propiedad. Es a estosrecursos a los que podrían acceder los pueblos indios y, también, lasempresas privadas. Si los pueblos o comunidades tuvieran que compe-tir en cada caso con las empresas privadas para la obtención de la con-cesión correspondiente, es evidente que estas tendrían una enormeventaja y, como norma, resultarían las beneficiadas. La única forma degarantizar que los indígenas accedan al aprovechamiento de los recur-sos de sus territorios consistiría en establecer un criterio constitucio-nal claro y contundente en su favor, que excluyera la competenciadesigual de las empresas; este criterio sería, dice el autor, instituir elderecho exclusivo de los pueblos y comunidades a la concesión sobreesos recursos9. Pero, arguye Fernández Souza, dado que ninguna de
9 El autor lo expresa así: “La garantía para los pueblos indios de que la explotación delos recursos de sus tierras y territorios le correspondería a ellos, solamente estará dadasi constitucionalmente se establece ese derecho como exclusivo para los mismos pue-blos indios” (Fernández Souza, 2003).
las formulaciones en pugna lo hace (los Acuerdos y la actual cartamagna se refieren a la preferencia, pero no a la exclusividad, mientrasla propuesta COCOPA no alude ni a una ni a otra), estamos ante unserio vacío que no podría superarse oponiendo “un proyecto a otro”,sino reabriendo “el debate parlamentario” con el propósito de “afinarlos puntos constitucionales” (2003: 6-8).
Lo que se desprende del examen de este punto tan importante
de los Acuerdos de San Andrés (y no se diga de la propuesta COCOPA)es que la formulación para garantizar la redistribución a favor de lospueblos indios en materia de recursos, congruente con el reconoci-miento de derechos, adolece de serias insuficiencias. ¿Cómo superardesequilibrios de este tipo, que seguramente se podrán advertir enrelación con otros rubros de derechos, para que el reconocimientovaya asegurado por la redistribución que le dé sustento? Esta deberáser una cuestión crucial en adelante. Pero para que se reabra el debateparlamentario y eventualmente se realice la demandada reforma de lareforma, no bastarán las buenas razones; se requerirá de la fuerza polí-tica que lo haga posible. Lo “definitorio” –coincido con el autor– serála organización y la acción “de los mismos pueblos y de quienes estáncon ellos”. En la respuesta del movimiento indígena se encuentra, enefecto, el quid del asunto (Fernández Souza, 2003: 8).
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Substance Abuse and Addiction Course Rationale Throughout history, cultures have used psychoactive drugs for various Unit V purposes such as recreation, rituals, ceremonies, and medicinal purposes. A major concern for today’s medical professionals is substance abuse and its effect on society. To live a healthy lifestyle throughout one’s lifespan an understanding of the re
Lesson 10 2 Kings 9-13 I. The Setting A. In 1 Kings 19, God told Elijah about three people other than himself who would play a major role in defeating Baalism. Those three were Elisha, Hazael, and Jehu, and by Chapter 9 we still await the arrival of only the third, Jehu. Elisha has replaced Elijah, and Hazael is now king of Syria. Jehu will arrive in this chapter with a vengeance!